Silente era atacado por las cosas que había visto, por la locura que había sentido, por los delirios que le habían sometido. La complicada trayectoria al interior de la Torre de los Soñadores había resultado infernal, pero mucho peor había sido la aventura para salir. Su mente había sido atacada por la amalgama de ilusiones oníricas que existían allí dentro, y apenas había soportado aquel envite.
Su cuerpo apenas contenía las brutales heridas que aquellas cosas habían perpetrado a su subsconciente. Solo el ansia de buscar, de encontrar, de advertir lo mantenía vivo. Solo el deseo de salvar a Rocavarancolia postergaba su muerte.
Y solo dos personas en todos los mundos que conocía podían, quizás, socorrer a la ciudad de los milagros y los espantos en su hora de mayor necesidad. Porque, después de lo que había visto, Silente tenía algo claro: los seres de la vigilia nada podían hacer contra los entes de lo onírico.
La suerte quiso que se los encontrara cuando la bruta determinación que lo mantenía vivo comenzaba a agotarse.
Melodes y Nihil verían un estado deplorable en Silente. Sudoroso, con la cara desencaja y la respiración irregular. El horror y la desesperación tiznaban su expresión, como si hubiera visto la fuente de la locura, como si hubiera contemplado lo que se escondía en el fondo del Abismo.
—¡Cabalgad delirios! ¡Cumplid con vuestra obligación! —sus graznidos surgían de un profundo pozo de angustia. El jefe de los espías cayó de rodillas, alzando una mano hacia el dúo, aunque no era a soñador y súcubo de las pesadillas a quienes veía—. ¡El caos llega, y si no se le detiene nada escapará de él! ¿Acaso no lo veis? ¡Nada importa, sino la infección de nuestra alma!
Su mente se hallaba ante el dragón muerto, ante la Torre que abarcaba toda la infinitud del tiempo y el espacio, ante ciudades de belleza incomparable que convivían con fuentes de sangre, ante catedrales en nubes presididas por altares de sacrificios humanos. Ante mil Lunas Rojas, ante mil Rocavaragálagos. Ante un demonio que se negaba a aceptar la verdad.
—Hay que detenerle —su voz se había quebrado, las lágrimas acudieron a sus ojos, y tras ellas llegaba la oscuridad. Y, aun así, todavía encontró fuerzas para decir una cosa más—, porque si gana, ninguna diferencia habrá entre vivos y muertos.